Una vez en mi natal Puerto Salgar hacia 1942, siendo yo un niño de seis años casi siete, cierta mañanita me fui pa´l Colegio en mi caballito, Lindo, como lo hacía todos los días. Estábamos en grado primero de primaria y el profesor que nos enseñaba era alto, blanco, serio y se llamaba Avelino Bernate. ¡Era bastante bravo! Él siempre nos decía: ¡La letra con sangre entra! Yo le tenía bastante miedo porque nos daba tremendos zurriagazos cuando lo cogía a uno desprevenido por cualquier cosa que uno hiciera mal. En esa época uno estudiaba desde las cinco y media de la mañana hasta las doce del mediodía, no más. Bueno, entonces ese día el profesor Bernate nos dijo: ¡Vamos a repasar hoy aritmética! ¡Allá el joven Carlos, pase al tablero! Pasé temblando del miedo porque a mí no me entraban para nada las tales divisiones de varias cifras en el divisor… Bernate me pasó al tablero y me dijo: Me hace una división distinta de las de ayer porque esas ya se las sabe de memoria. Entonces me dictó un ejercicio nuevo que yo escribí en el tablero con la tiza. Eran las seis de la mañana, pero ya yo estaba sudando en medio del frescor de la mañana. ¡Estaba bastante asustado! Yo le intentaba y nada que me acordaba cómo se hacía aquello… Había unas varas en el jardín delantero del Colegio en unas matas que se llaman Dormidera, el profesor salió y se trajo una de esas y me dijo: ¡Quihubo! Ya llevamos cinco minutos en esa división… ¿No pudo? Y me mandó dos varitazos, uno por la espalda y otro por la espinilla. Yo no lloré porque me dio fue como rabia, me puse rojo de la piedra. Entonces me dijo el señor este… ¡Pase allá! ¡Vaya y siéntese! Todo bravo. Yo me senté donde me indicó… Claro que yo no era el único que no entendía… En el salón éramos como unos quince o dieciséis compañeros, el examen de aritmética lo pasaron como tres o cuatro no más. ¿Cómo así que no pudieron? –Decía él- Mientras se dirigía molesto a toda la clase. Cuando se dirigió hacia mí para decirme: Venga aquí frente al escritorio el joven Carlos. Pasé allá y me dijo… Póngame las manos aquí encima y me explica por qué no pudo hacer la división. En esa época había unas reglas largas de madera con un filo metálico, él tenía una. Yo le vi las intenciones y me dije para mis adentros… ¡Me va a pegar con esa regla! Entonces volvió y me preguntó: ¿Por qué no pudo resolver la división? ¡No, sé, profesor, yo anoche repasé todo y no sé por qué no pude! ¡Sí, qué va a repasar ni qué nada, usted no estudió! Entonces vamos a hacer una cosa, como no pudo con la división yo le voy a enseñar. Tiene que aprenderse… ¡La resta! Y ahí mandó el primer golpe con la regla sobre mis manos, la suma… Y no recuerdo qué más, pero por cada cosa que iba diciendo era un golpe sobre mi pequeña humanidad. Las manos me quedaron ardiendo. ¡Y se me está quieto ahí! Señaló una banca larga de madera. Yo lo primero que dije fue… ¿Qué hago yo, Dios mío? Y miraba hacia atrás de reojo a mi caballito. Los profesores en esa época tenían un frasco de tinta azul, otro de roja y unas plumillas largas para escribir. Este señor alzó la regla otra vez y tan pronto como hizo el ademán de pegarme yo cogí el tintero que más a la mano estaba y se lo aventé por la camisa y salí corriendo más veloz que el viento. Yo salí en carrera por el medio del salón al patio y cogí mi caballo como alma que lleva el diablo. Llevaba todo listo en mi talego hecho de un material que llamaban hule. Llegué corriendo con mi cuaderno entalegado, junto con la pizarra y la Alegría de leer, amarré la tula en la cabezuela de la silla del caballo y le dije: ¡Eche a correr pues papá! Dos palmadas en la gualdrapa y eso voló como el viento, llegó primero que yo. Luego me mandé derecho al Magdalena y nadé parejo aguas abajo. Llegué a la casa, allá estaba el caballo, recogí mi talego, me cambié de ropa y le conté todo a mi mamá. Ella se puso bastante seria y me preguntó: ¿Y qué fue lo que le hizo ese señor? Míreme las piernas… ¡Eso tenía los varitazos marcados! Ella me dijo: ¡Ah, bien hecho, mijo, eso no se le pega a los niños! Yo dije… ¡Bueno, ya me salvé por aquí! Duré como seis o siete días que no volví al Colegio. Todos los días por la tarde llegaba un pelao del pueblo trayendo razones del profesor Bernate: ¡Doña Rosa! Que puede ir el joven Carlos a estudiar que ya pasó todo y que el profesor lo perdona. Yo decía: ¡Para allá no voy! Coincidenciamente llegué a la Plaza de Mercado de Puerto Salgar un sábado que me mandaron y lo vi allá parado, estaba con un grupo como de cuatro o cinco. Y me llamó con la mano. Yo dije para entre mí… Yo no voy allá, no sea que me pegue delante de todos. El caballo yo lo tenía adiestrado, era bastante bonito, puro palomito mi animal. Yo le dije…
Madrid – Cundinamarca
Mayo 17 de 2020